Article publicat a The Objective, per Mariano Fernández Enguita
Varias iniciativas apuntan hacia nuevas aulas que agrupan espacios y tiempos más amplios y flexibles, en grupos más numerosos, con dos o más docentes y amplio uso de la tecnología digital
Hay un manido chiste sobre alguien hibernado hace unos siglos que, despertando hoy, enloquecería en cualquier entorno menos en uno: el aula, congelada en el tiempo. En España lo suele protagonizar un monje, en Estados Unidos Rip van Winkle, y por doquier es la metáfora de una discronía, de algo o alguien que no sigue el ritmo de la historia o que sobrevive a su tiempo.
Puede ser o no el caso de un maestro pero, sin duda, es el del aula: nació en un contexto de escasez de la información y el conocimiento escolares, cuando solo unos pocos educadores podían llevar a muchos alumnos, los libros debían llegarles vía lección, etc. Se creó sobre el modelo del templo y el sermón, la experiencia de la que venían los docentes y, más aún, sus formadores, y se estabilizó porque anticipaba asimismo el taller industrial y la oficina burocrática, el futuro para la mayoría de los alumnos. Pero hoy es un anacronismo.
Una década de escolarización como mínimo
Un anacronismo porque esa escasez ya no existe: el 100% de la población disfruta o sufre, según, 10 años de escolarización, casi el mismo porcentaje acumula otros tres o más años antes y dos o más después, y cuatro de cada 10 españoles acceden ya a estudios superiores.
La otra cara de este progreso es una insatisfacción creciente en la sociedad, con el transcurso del tiempo, y entre el alumnado, con los años de pupitre. La información ya no es escasa sino, al contrario, sobreabundante, y el conocimiento mismo, sobre todo el escolar, está disponible, igual y mejor, a un par de clics.
Ni siquiera los formadores del profesorado vienen ya de las filas eclesiásticas, ni esperan a los alumnos los trabajos rutinarios propios de las revoluciones industrial y burocrática.
Pero ahí sigue el aula, muriendo de éxito o matando de fracaso, incólume ante el paso del tiempo, como lo que estudiosos de la tecnología como Latour llaman una caja negra (un mecanismo sobre el que ya nadie piensa porque funciona o porque funcionó, aunque ya no lo haga) o como lo que lingüistas como Hockett denominan la gramática profunda (la que todo hablante de una lengua usa sin saberlo).
Alternativas a la escuela tradicional
En los últimos años hemos sido testigos de una sucesión de alternativas a la escuela: homeschooling, p2p, edupunk, DIY, MOOCs, que recuerdan viejas profecías incumplidas sobre la sustitución del docente por el cine (Edison), la radio (Darrow), la televisión (Clark), los portátiles (Negroponte), etc.
No ha sucedido ni parece nada probable que así sea, pero sí que estamos asistiendo a una progresiva y significativa, aunque todavía muy minoritaria, reconfiguración de la materialidad del aprendizaje, en particular de los espacios escolares y de las formas de organización asentadas en ellos.
Si bien la variedad es amplia, muchas de estas iniciativas confluyen en la ruptura de la vieja ecuación que asocia un docente a un grupo, un aula y, desde secundaria, una asignatura y una hora, para ir a espacios y tiempos más amplios y flexibles, variables y reconfigurables, en grupos más numerosos, con dos o más docentes y amplio uso de la tecnología digital.
Con distintos nombres y variantes es lo que ya impulsan organismos internacionales como la OCDE (Innovative Learning Environments y European Schoolnet Future Classroom Lab), organizaciones profesionales como la A4LE (Association for Learning Environments), políticas gubernamentales como las de Nueva Zelanda o Australia, grupos de investigación como LEaRN o ILETC, redes escolares como Teach2One, consorcios de empresas tecnológicas como Reinvent the Classroom, estudios arquitectónicos como Fielding-Nair International, fabricantes de mobiliario como Steelcase o Mirplay. En España lo podemos ver ya en iniciativas como Horitzó 2020, por citar sólo la más conocida.
En la universidad se abre paso con programas como TEAL (MIT), Scale-Up (North Carolina State University), Active Learning Classrooms (University of Minnesota) o Teaching and Learning Spaces (McGill University), entre otras, y, en España, con la HiperAula.ucm de la Universidad Complutense y diversas iniciativas privadas (URL, UCJC).
Llamo a estos entornos innovadores “hiperaulas” porque reúnen tres condiciones:
- Se manejan y reconfiguran como hiperespacios, en el sentido de que son espacios amplios, abiertos y flexibles, que pueden ser reconfigurados en sus tres dimensiones, albergan grupos más numerosos, que pueden descomponerse a voluntad para el trabajo en equipo o individual, y posibilitan cualquier organización temporal (la cuarta dimensión del hiperespacio) no fragmentada ni simultánea, dentro y fuera del centro.
- Son contextos hipermedia, en cuanto que permiten la transición sin fricciones de lo presencial a lo digital y entre los distintos soportes y formas de este (audio, vídeo, imagen, texto).
- Incorporan una hiperrealidad (aumentada, virtual, 3D, inmersiva, simulaciones…) cada vez más aproximada a la realidad misma, con un potencial creciente de aprendizaje e infinitamente superior a la pobre representación impresa (libros, mapas…).
Docencia colaborativa sobre el terreno
Un aspecto nada secundario que diferencia la “hiperaula” de una simple aula con muebles móviles (redundancia imprescindible en una institución plagada de mobiliario pesado o atornillado al suelo) es la presencia de dos o más docentes, es decir, la codocencia.
Este pequeño gran cambio tiene implicaciones insospechadas, entre las cuales una mayor capacidad de atender a la diversidad del alumnado, la complementariedad de cualificaciones profesionales, la tranquilidad personal de no tener que responder de todo a la vez, la seguridad aportada por un contraste de criterios o una segunda opinión, un contexto idóneo para la iniciación de los noveles, un mayor grado de transparencia en el ejercicio de la función, la continuidad de proyectos y prácticas por encima de las vicisitudes personales, un mejor desarrollo profesional apoyado en el conocimiento tácito y la práctica compartida, una imagen ejemplar de colaboración ante y para los alumnos y, seguramente, una reducción de la neurosis colectiva en torno a las ratios.
¿Innovación real o simple moda?
¿Sirve de algo esta nueva organización de los espacios o es una simple moda? En el camino de la innovación nunca faltarán espejismos, pasos en falso ni errores, pero hay que decir dos cosas ante todo:
La primera es que jamás ha habido dato ni prueba alguna que mostrase la eficacia ni la eficiencia del aula tal como hoy la conocemos, el “aula-huevera”, frente a otras formas de organización. De hecho, este tipo de organización, en su día novedosa, bautizada entonces como enseñanza simultánea e introducida por los monjes jesuitas, moravos, escolapios y lasalleanos, nunca demostró ser más eficaz que la escuela unitaria (la pequeña escuela rural, con su mezcla de edades y niveles) ni más eficiente que la enseñanza mutua (lancasteriana o monitorial, con un maestro a cargo de cientos de alumnos, que se apoyaba en los mayores o más avanzados como monitores).
La realidad es que se impuso, a pesar de su peor desempeño, por su vocación disciplinaria y, claro está, por el peso de sus defensores, a lo que habría que añadir su funcionalidad en la gestación de la profesión docente.
Pero hoy la universalización de la enseñanza reclama el reconocimiento de la diversidad (capacidades distintas, ritmos de desarrollo, inteligencias múltiples, preferencias individuales), el entorno digital ofrece recursos de aprendizaje cada día más ricos e interactivos y evidencia las posibilidades del aprendizaje colaborativo entre iguales, y las neurociencias llaman la atención sobre el hiato entre enseñanza y aprendizaje.
Experimentación con nuevos entornos de aprendizaje
Es en estas coordenadas donde se abre paso la experimentación con las “hiperaulas” y otros entornos de aprendizaje innovadores, así como un acervo creciente de datos y pruebas de su superioridad sobre el aula tradicional, sea en términos de satisfacción (Whiteside & al., 2009; Harvey & Kenyon, 2013), interés (Sanders, 2013; Adedokun & al, 2017; Rands & Gansemer-Topf, 2017), colaboración (Parson, 2015; Park & Choi, 2014) o desempeño (Beichner, 2008; Dori & Belcher, 2009; Brooks, 2011) o diversas combinaciones de ellos (Temple, 2007; Bisset, 2014; Blackmore & al 2011a, 2011b; Byers & al, 2018; Barrett & al, 2019).
Tardaremos en tener plena certeza, si es que alguna vez llega, pero no olvidemos que las inercias tampoco lo son. Piénsese, sobre todo, que la cantidad de pruebas a favor del diseño tradicional del aula, el “aula-huevera”, es exactamente la dicha: cero.
La necesidad de una pedagogía solvente
Por supuesto que espacios y equipamientos, por sí mismos, no son nada si no están al servicio de nuevas pedagogías, en todo caso de pedagogías solventes y consistentes. Un entorno reconfigurable implica que el profesor puede, y debe, actuar en él como diseñador de contextos, experiencias, actividades y trayectorias de aprendizaje –diseño que ni se hace solo ni surge espontáneamente del entorno físico–, no ya como transmisor de información ni como guardián del orden.
Desde luego, es un desafío, pleno de incertidumbre y riesgos, pero también la oportunidad soñada de todo educador responsable y comprometido. La crítica y las alternativas al “aula-huevera” vienen de lejos (Port-Royal, Montessori, Giner y Cossío…), pero las oportunidades nunca fueron las de hoy.
La información está disponible por doquier, la tecnología ofrece recursos enormemente más interactivos, el aprendizaje entre iguales es ubicuo fuera de la escuela y en torno a ella, hemos tenido que aceptar que nuestra vida cambia en todos los ámbitos y el propio profesorado sabe ya que nada, o poco, podrá seguir igual.
La lenta acumulación de pruebas y datos científicos a favor de los nuevos espacios y entornos no es obstáculo para que estos sean cada vez mejor comprendidos y desarrollados en términos de diseño, gracias en particular al trabajo convergente de educadores (Heppell & al, 2004; Istance & al, 2015; Osborne, 2016; Davidson, 2017), tecnoanalistas (Oblinger, 2006; Thornburg, 2013) y arquitectos (Nair & Fielding, 2005; Hertzberger, 2008; Lippman, 2010; Dudek, 2012; Nair, 2015).
Confiemos o, mejor, trabajemos para que, cuando nuestro monje anónimo o Van Winkle despierten de su largo letargo, la institución escolar lo haya hecho ya del suyo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.