Reportatge publicat a El País, per Luís Miguel Ariza, clicar aquí per a visionar video.
Entramos en el mayor laboratorio de alta seguridad biológica de España para conocer el trabajo de los vigilantes de patógenos que circulan en los animales de consumo y sus derivados. Un enclave restringido donde se realizan infecciones experimentales para comprobar la convivencia de los virus con sus huéspedes y la forma en que se transmiten, así como el desarrollo de nuevos métodos de diagnóstico, vacunas y tratamientos. ¿Cambiará la pandemia los hábitos alimentarios? Ya no se trata solo de saber comer para mantenerse sano, sino también más protegido.
Para entrar al Centro de Investigación en Sanidad Animal (CISA), el mayor laboratorio de alta seguridad biológica de España, hay que desnudarse completamente, vestirse con una ropa esterilizada y dejar en la taquilla cualquier objeto personal. Reloj, anillos, documentos, móvil, grabadora, cuaderno, cámaras fotográficas, trípodes… Todo lo que no sea un cuerpo humano tendrá que esperar varios días para descontaminarse antes de encontrar una salida segura. Tras unas cuantas horas aquí dentro, arrojaremos la ropa a un cesto, nos limpiaremos manos, uñas y nariz, y escupiremos en un lavabo antes de la ducha automática obligatoria de tres minutos para recuperar de nuevo la libertad. El acceso a los laboratorios está precedido de varias puertas donde se siente una curiosa brisa en los tobillos. Es el aire que viene de fuera. La presión negativa —que impide que el aire del interior se escape— va en aumento a medida que nos adentramos en larguísimos corredores, paredes pintadas de un amarillo industrial con líneas azules y grises y señales rojas de peligro biológico.
Todo el complejo parece un submarino gigante, con las puertas neumáticas siseando aire al cerrarse, y compartimentos metálicos con grandes ojos de buey. Los puestos de trabajo de los investigadores, en su mayoría veterinarios, suelen estar desprovistos de objetos personales, pero en algunos abundan las fotos de animales. Lo único que puede salir rápidamente fuera cuando uno está dentro es la información de los ordenadores que conectan con los servidores exteriores. En este mundo interior el tiempo se ralentiza. Hay pocos relojes a los que mirar en las paredes. Si falla Internet, la luz o las comunicaciones por los teléfonos internos, quedan los walkie talkies. Los veterinarios que van de un lado a otro por los corredores tienen mucho que decir sobre lo que acaba en nuestros platos de comida. Antes de dar un bocado con seguridad y preguntarnos qué ingerimos, ellos ya han hecho posible, a su manera, el visto bueno científico, especialmente si se trata de un alimento de origen animal. “Nuestra función es prevenir las enfermedades humanas en el ganado, siguiendo el lema veterinario de 1913, la salud del ganado es la salud de pueblo”, dice Fernando Esperón, veterinario del Grupo de Epidemiología y Sanidad Ambiental del CISA. “Así que si me preguntas si sabemos lo que comemos ahora mejor que hace 30 o 40 años, la respuesta es sí”.
Estos profesionales son vigilantes de los patógenos que circulan en los animales de consumo. Algunos anidaban en los alimentos y el agua a principios del siglo XX como portadores de fiebres tifoideas, cólera, botulismo o triquinosis. Hoy son apenas un recuerdo en España. Las fiebres tifoideas, originadas por una especie de salmonela, siguen infectando a decenas de millones de personas en el mundo cada año y causan hasta 161.000 muertes, según la OMS, pero su incidencia es muy baja en España. El botulismo alimentario, provocado por la toxina de una bacteria que contamina alimentos, ocasionó 10 casos en 2018 y ninguna defunción. La triquinosis, producida por ingerir carne de jabalí o de caza contaminada por el parásito, ha arrojado apenas un puñado de pacientes en territorio nacional durante los últimos años. Estos cambios históricos son bien conocidos por los veterinarios, que, como explica Fernando Esperón, trabajan en estrecha relación con los médicos de cabecera. “Una de las razones por las que los médicos no reciben en consulta a personas aquejadas de fiebres de malta (brucelosis) o triquinosis se debe al control veterinario actual en la ganadería”.
La vigilancia alimentaria —el análisis y diagnóstico de las muestras de alimentos, de la pesca, los vegetales, y granjas españolas— recae en los laboratorios de veterinaria del Ministerio de Agricultura. El CISA es un instituto de investigación científica. Todos estos centros que recorremos no son otra cosa que lugares donde el conocimiento se convertirá en soluciones prácticas. Aquí se caracteriza el ADN de los patógenos y se realizan infecciones experimentales con animales para comprobar cómo los virus interaccionan con el huésped y la forma en que se transmiten, además de evaluar nuevos métodos de diagnóstico y desarrollar vacunas y tratamientos.
“En nuestras instalaciones podemos llevar a cabo este tipo de infecciones experimentales con patógenos peligrosos en condiciones de alta seguridad. Trabajamos con algunos de gran repercusión en la sanidad animal, como el virus de la peste porcina africana, que no se transmite al hombre”, describe la doctora Elisa Pérez Ramírez, veterinaria del CISA. “La mayor parte del tiempo trabajamos en cabinas de seguridad biológica con doble guante y mascarilla. Pero cuando tratamos con animales, nos enfundamos trajes de protección especial que impiden cualquier contaminación. Se han hecho estudios de infecciones experimentales con muchas especies diferentes, como cerdos, ovejas, caballos, perdices, faisanes e incluso ciervos para un estudio del virus de la lengua azul. Y por supuesto ratones, la especie más abundante en el animalario tanto para estudios de virus como de priones”.
El desarrollo de una vacuna contra la peste porcina, uno de los grandes desafíos pendientes, está ya muy avanzado. Pero hay otros patógenos que saltan de los animales a los humanos, por lo que este enclave es la primera línea de defensa entre ellos y nosotros. En una de las estancias, una máquina escupe en la pantalla de un ordenador copias de secuencias de fragmentos genéticos del virus de Crimea Congo (transmitido por una garrapata y que causa hemorragias mortales en humanos); otro laboratorio se dedica a la fiebre aftosa, o el virus de la fiebre del valle del Rift (que en un pequeño porcentaje causa hemorragias y problemas oculares); el virus del Nilo Occidental, que causa encefalitis en humanos y caballos y ha sido noticia por contagios y muertes recientes en la provincia de Sevilla; el virus respiratorio SARS CoV, que saltó de las civetas a los humanos en 2003 y que mató al 10% de personas que infectó…, y, por supuesto, el nuevo coronavirus de Wuhan.
Desde tiempos históricos los animales domésticos han contagiado al ser humano, su domesticador. El sarampión, provocado por uno de los virus más contagiosos que se conoce, pudo pasar a las personas a partir del ganado hace siglos. Como señala Víctor Briones, catedrático de Sanidad Animal de la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid, el 66% de las enfermedades infecciosas humanas están producidas por la zoonosis, patógenos cuyos antecesores circulaban ya en diversos animales y que dieron finalmente el salto al hombre. A pesar de ello, el papel de los veterinarios ha estado en segundo o tercer plano en la crisis del coronavirus, aunque se trata de una zoonosis de libro. Al igual que todo objeto que entra en el CISA y que debe seguir un protocolo estricto para salir, la voz colectiva de quienes trabajan aquí parece más amortiguada y tiene más dificultades para hacerse oír que la de otros colectivos científicos. “Los veterinarios tienen que estar muchísimo más implicados, y, pese a que lo hemos intentado, tampoco se ha considerado mucho nuestra opinión”, asegura la doctora Pérez Ramírez. Los investigadores veterinarios, acostumbrados a lidiar con el análisis de miles de muestras en estas instalaciones, acudieron a la llamada de ayuda del Ayuntamiento de Madrid para realizar las pruebas PCR del coronavirus a todo el personal esencial durante el confinamiento, lo que les ha valido la medalla al mérito policial. Briones señala que en la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense existe un laboratorio de seguridad P3 donde se han hecho “más de 20.000 determinaciones de covid-19 en las residencias de mayores de la Comunidad de Madrid”.
El CISA incorporará al coronavirus de Wuhan en su lista de patógenos. El virólogo Luis Enjuanes lleva aquí a cabo sus infecciones experimentales con el virus SARS-CoV-2 en el marco de su investigación para la búsqueda de la esperada vacuna. Pero se precisa vigilancia en otros animales. La doctora Pérez Ramírez señala lo sucedido en una granja de 90.000 visones en Teruel. “A raíz de los análisis veterinarios se ha visto que un 87% de los animales estaban infectados con el coronavirus, por lo que los han sacrificado, con lo que eso supone, pese a que los animales no tenían síntomas ni ha habido un aumento significativo de la mortalidad. El virus se transmite fácilmente entre los visones y hay un riesgo muy grande de que acaben convirtiéndose en un reservorio”.
“Hay una cultura centenaria de la inspección de los alimentos que se reforzó con la crisis de las vacas locas”
Esa vigilancia continua permite responder con más claridad qué compramos en un supermercado, especialmente si hablamos de alimentos frescos. Briones destaca que España tiene uno de los estándares más altos del mundo en seguridad alimentaria. “Hay una cultura centenaria de la inspección de los alimentos que se reforzó y actualizó con la crisis de las vacas locas, hace más de 20 años. Se estableció un sistema de trazabilidad que te permite saber de dónde procede lo que encuentras en un supermercado. La carne que consumes en España seguramente ha viajado miles de kilómetros, pero sabes de donde viene. El filete de raza angus que compras viene de Irlanda, pero se conoce de qué granja procede, de qué animal, de quién es hijo y cuáles son sus hermanos”.
La seguridad alimentaria se pone a prueba año tras año. Hay enemigos temibles. La bacteria Listeria monocytogenes es muy resistente. Habita en el suelo, las superficies, carne, pescados, crustáceos, en lácteos, frutas. Se encuentra a gusto en los cuchillos y en las tablas de corte, en el intestino humano. Las personas inmunodeprimidas, de edad avanzada y embarazadas son más sensibles a la enfermedad que produce. En estos pacientes de riesgo, si no se tratan desde el primer momento y con antibióticos, la letalidad llega al 30%. Soporta la congelación en las neveras (hasta 18 grados bajo cero) y temperaturas de hasta 50 grados, resistiendo un calentón en el microondas. Los primeros síntomas, fiebre, diarrea o vómitos, suelen aparecer a los dos o tres días como una gastroenteritis convencional, aunque la incubación de la enfermedad puede alargarse más de dos meses. El año pasado la bacteria infectó a 216 personas en Andalucía. Mató a tres, afectó a decenas de mujeres embarazadas y causó cinco abortos en lo que supuso el mayor brote de listeriosis en la historia de España. Cuando acuden varias personas enfermas que han participado en un evento, sea una boda, bautizo o comida familiar, lo habitual es que el epidemiólogo de urgencias o del ambulatorio les haga una encuesta sobre lo que han comido tres días antes. Hay productos, como una tostada con aceite o un filete empanado que tuvo que freírse antes, que no tienen riesgo. Otros alimentos listos para el consumo, como una carne mechada, despiertan las sospechas. En las instalaciones de Magrudis, SL, la empresa que fabricaba la carne que provocó el brote de listeriosis del verano pasado, se encontró contaminación, pero no se pudo determinar el origen. La bacteria forma una película incluso en una superficie pulida de acero y resiste varias desinfecciones. Es un rival muy duro.
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Hay una narrativa que señala a los mercados húmedos como puntos calientes, bombas biológicas donde brotan las epidemias. Todo comienza cuando alguien apila las jaulas de patos y palomas encima de las de otros mamíferos, perros, pangolines, mapaches o civetas. Animales con un nivel alto de estrés —a veces, el depredador al lado de su presa— que nunca han estado cara a cara, respirando el mismo aire, expuestos al intercambio de heces o en contacto con sus restos. Autopistas de ida y vuelta para el próximo virus pandémico, que espera su oportunidad para encontrar un puente —el animal ocasional— y alcanzarnos.
El mercado chino de Wuhan —supuesto epicentro de la pandemia— forma parte de este relato, del que se ha escrito que vendían murciélagos (algo no contrastado, aunque la venta de murciélagos sacrificados es común en mercados de Asia y África). Los murciélagos son los presumibles reservorios del coronavirus, pero los científicos creen que tuvo que existir otro animal en el que estuvo antes de dar el salto a las personas. En cualquier caso, los primeros pacientes de la covid-19 de los que se tiene constancia estuvieron comprando en ese mercado y se infectaron. Pero, como señala el doctor Alfonso V. Carrascosa, microbiólogo del Museo Nacional de Ciencias Naturales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), “el coronavirus, por lo que sabemos, es patógeno cuando se inhala, sin que existan hasta la fecha pruebas científicas de ello cuando se come”.
Científicos como Jared Diamond han insistido en la necesidad de clausurar los mercados húmedos para evitar futuras pandemias, coincidiendo con las campañas de organizaciones que defienden un trato justo para los animales. Al mismo tiempo, se ha argumentado que la excesiva presión de los humanos para obtener comida puede alimentar otra caldera, la de nuevos patógenos, listos para infectar a la humanidad en cuanto se presente la oportunidad. “Son mercados muy singulares y con unas condiciones higiénicas inferiores a los nuestros, como demuestra el origen de la pandemia y algunos rebrotes de los que tenemos noticia en China”, indica el doctor Carrascosa. Frente a la idea de que la pandemia es una consecuencia de la excesiva presión de los humanos para obtener comida, este microbiólogo señala que las evidencias científicas son insuficientes “para asociar la covid-19 con hábitos alimentarios”.
Resulta en principio difícil averiguar el origen de un animal que se venda en cualquiera de los mercados húmedos del sureste asiático para su consumo, lo que entraña riesgos sanitarios evidentes. Hay quienes han contrapuesto el modelo occidental de producción intensiva de alimentos. Pero el sistema tiene grietas muy alargadas, sobre todo si echamos la vista a Estados Unidos, el mayor valedor de la agricultura y ganadería intensiva del mundo. Los estadounidenses consumen 100 kilos de carne al año, lo que equivale a media vaca por persona, en contraposición con los 45 kilos de media de un consumidor español. En 2020, los mataderos estadounidenses y las instalaciones de despiece de carne se han convertido en focos de supercontagio del coronavirus. Miles de trabajadores de esos centros, muchos de ellos vulnerables por la inmigración irregular, bajos sueldos y pobres condiciones habitacionales, dieron positivo al principio de la pandemia.
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El confinamiento forzoso de millones de españoles por culpa del virus ha puesto en valor el trabajo de ganaderos y agricultores españoles, así como la robustez del sistema de distribución, sin que se haya percibido desabastecimiento en ningún momento. “Han estado al pie del cañón, produciendo alimentos con la misma calidad y seguridad durante el estado de alarma”, dice la doctora Pérez Ramírez, del CISA. Pero más de tres meses de reclusión obligada, con restaurantes y bares cerrados, han obligado a los españoles a comer y cocinar en casa. La pandemia ha provocado una plataforma inesperada para la observación científica de nuestros hábitos dietéticos y habilidades culinarias. Para los nutricionistas, sociólogos y expertos en alimentación se trata de una oportunidad de oro para vislumbrar tendencias, cambios y reflexionar sobre lo que nos llevamos a la boca. La pandemia puede haber cambiado nuestra percepción sobre los alimentos. Ya no se trata solo de comer para disfrutar, sino de mantenerse sano y más protegido.
En Italia, golpeada duramente por el virus, una encuesta de 3.533 personas mostró que los jóvenes de entre 18 y 30 años se inclinaron por cambiar sus hábitos hacia una dieta mediterránea más sana. Y un 15% del total se decidió por comprar comida orgánica y vegetales. En los momentos en los que nuestra salud se ve amenazada, volvemos la mirada a los alimentos orgánicos y los más saludables. En España, las encuestas muestran dos tipos de tendencias. “Una parte de la población se ha preocupado más por su alimentación y ha tratado de cocinar comidas más saludables en casa”, dice el doctor Juan L. Arqués, director del Departamento de Tecnología de Alimentos del INIA (Instituto Nacional de Investigación y Tecnología Agraria y Alimentaria, que engloba al CISA). “Otra parte ha tendido a consumir alimentos precocinados o preparados, ya sea por falta de tiempo o desinterés”. Este investigador asegura: “Podemos decir que sabemos lo que comemos”. Sin embargo, durante la pandemia han surgido “numerosas informaciones falsas a través de las redes sociales relacionadas con el consumo de determinados alimentos como protección frente al virus. Del mismo modo, algunas empresas también han tratado de aprovechar la situación para hacernos ver a través de la publicidad que determinados productos o complementos alimenticios nos podían ayudar a estar más fuertes frente al virus”.
Las informaciones no contrastadas siempre acuden cuando surge una crisis alimentaria, prosigue el doctor Arqués. “Un caso conocido que tuvo bastante repercusión fue el de los pepinos españoles contaminados por una cepa de E. coli que puede provocar diarreas con sangre y que causó problemas en Alemania. Tras acusaciones entre las partes, se vio que la contaminación procedía de una plantación de brotes de soja alemanes, aunque finalmente también se ha relacionado con brotes de fenogreco egipcios”. En este reparto de culpas, según este investigador, hay una lucha para no crearse una mala fama ante los consumidores, pese a la falta de pruebas.
Algunos hábitos de los españoles sí han cambiado durante el confinamiento. Los aperitivos, mejor en casa; algo que dio lugar a un aumento en las compras de bebidas y snacks, estima el doctor Arqués. Ha existido un aprovisionamiento de productos menos perecederos, como las legumbres, el arroz y las pastas. “Las compras de búnker han sido una tendencia. Y en algunos casos, se ha observado que la ansiedad provocada por la situación también ha podido llevar a un consumo excesivo de calorías y alcohol”. La Sociedad Española contra la Obesidad hizo pública una encuesta de más de un millar de personas. El confinamiento forzoso intensificó el sedentarismo. Si aderezamos esta historia con un continuo bombardeo de información apocalíptica en una situación extraordinaria, la inyección de calorías parece asegurada. Los españoles engordamos en el encierro forzoso. Un 44% subió de peso. Más picoteo, bollería industrial y alcohol.
Una búsqueda en Google durante el estado de alarma puede reflejar nuestros miedos y ansiedades… y las contradicciones de las que estamos hechos. Los deseos no siempre se cumplen. Internet puede ser un espejo engañoso. La investigadora Laura Laguna, del Instituto de Agroquímica y Tecnología de Alimentos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), se quedó sorprendida cuando introdujo los términos covid, comida y compras. “Queríamos averiguar de dónde cogía la gente la información en medio de una pandemia. Estudiamos las búsquedas que se hicieron en el mundo desde enero hasta abril, y los vídeos más vistos. E hicimos un seguimiento en Twitter entre marzo y abril de lo que comentaba la gente”. Otra parte del estudio la ocupó una encuesta a 362 consumidores españoles durante el confinamiento más estricto, entre el 7 de marzo y el 14 de abril. Se les preguntó qué pensaban que estaban comprando al ir a un supermercado en unas circunstancias tan excepcionales. Aunque es una muestra pequeña de población, el estudio, publicado en Food Quality and Preference, arrojó que las pastas y las verduras estaban en el primer lugar de los más comprados, al igual que las nueces y el chocolate para mejorar el ánimo. “Compraban menos pescado y marisco, ya que resultaban menos útiles al tener una vida más corta, así como bollería, postres y azucarados porque consideraban que no eran buenos”, explica Laguna. A la hora de preguntarles por sus fuentes de información, los encuestados aseguraban que tenían en consideración lo que decían los científicos, pero los datos lo contradecían. Las personas no se detenían en documentales científicos para informarse sobre el virus y la nutrición. Fueron los youtubers y los influencers los que ganaron claramente la partida.
Internet es un océano de contradicciones entre lo que se afirma hacer y lo que en realidad se hace. “Nos centramos en los cambios percibidos en la compra”, concluye Laguna. “Nuestros datos reflejan lo que la gente piensa que hace, no exactamente lo que está haciendo. Por ejemplo, yo puedo creer que soy una persona muy sana, pero comer bollería a todas horas. Además, que compre más o menos de una cosa, tampoco significa que sea lo que estoy comiendo”.
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La franja de adolescentes de entre 16 y 18 años ofrece una ventana fascinante para observar tendencias sobre lo que comemos o comeremos, especialmente en estos tiempos de pandemia. Al fin y al cabo, es la generación donde los cambios se consolidan. “Es un grupo poblacional que tiende a independizarse y a adoptar nuevos hábitos alimentarios que no son precisamente saludables”, dice María Dolores del Castillo Bilbao, que lidera el grupo de Biociencia de Alimentos del Instituto de Investigación en Ciencias de los Alimentos del CSIC y la Universidad Autónoma de Madrid. “Durante el confinamiento, al permanecer en casa con sus familias, han estado más controlados”.
La pandemia ha propiciado una plataforma para la observación científica de nuestros hábitos dietéticos
Estos adolescentes forman parte de un extenso estudio todavía por concluir y que recoge más de un millar de encuestas dentro de una muestra que abarcará alrededor de 2.500 personas. El coronavirus se sirve de estos jóvenes como canales de propagación, en su mayoría asintomáticos. Está en sus manos reflexionar también sobre la importancia de los hábitos saludables en la comida, que pueden evitarles un problema como la obesidad y todas las enfermedades derivadas que vendrán más adelante —entre otras: diabetes, problemas cardiovasculares, cáncer— y, por tanto, su entrada futura en los grupos de riesgo frente al coronavirus.
El confinamiento, la reunión con sus familiares y la vivencia de una situación tan extraordinaria como una pandemia que no se producía desde hace un siglo ha ofrecido también a la población más joven una oportunidad para reconsiderar la importancia de la elección en lo que comen. ¿La habrán aprovechado para cambiar el rumbo? El procesado estadístico de los datos no ha concluido, pero Dolores del Castillo anticipa algunas impresiones del estudio en marcha: “La mayoría considera que no han cambiado sus hábitos de alimentación, pero se ajustaron durante el confinamiento a una dieta más mediterránea”. La obligación de cocinar y compartir las tareas del hogar tuvo un efecto transitorio hacia una dieta más sana, que se diluyó cuando se volvió a una relativa normalidad.
Y en esa nueva normalidad, ¿sabemos qué metemos en la cesta de la compra cuando vamos al supermercado? Al enfilar los pasillos interminables de cientos de productos aparecen centenares de formulaciones industriales repletas de saborizantes, conservantes y edulcorantes. La respuesta se hace más y más borrosa. La doctora Del Castillo incide en las enfermedades metabólicas asociadas sobre todo a los carbohidratos que inundan los supermercados. “Los consumidores creen que son expertos en nutrición, pero nos falta información sobre lo que realmente comemos. Necesitamos educación nutricional, transparencia en el etiquetado y legislación. En muchos casos el consumidor no sabe qué come”.
Los productos light bajos en grasa, una sustancia muy atractiva al paladar humano, suelen ser ricos en azúcares y por otra parte muy baratos. Los azúcares añadidos están presentes en muchos lácteos. Los productos sin gluten han mejorado la vida de los celiacos, pero el gluten se ha sustituido frecuentemente por edulcorantes. A los zumos de fruta natural se les ha demonizado, pero el consumidor no los distingue bien de un néctar, al que se añade agua edulcorada. “El exceso de azúcar, principalmente fructosa, se transforma en grasa en nuestro metabolismo”, incide Del Castillo.
¿Seguridad alimentaria? Hay que ser más ambiciosos y exigir una seguridad química, asegura Del Castillo. No solo se trata de evitar los patógenos y las toxinas, sino de ahondar en la composición de los alimentos procesados. Es otra clase de problema. La industria los diseña para que nos gusten, pero hay expertos que advierten que en determinadas elaboraciones se producen sustancias como la acrilamida o los compuestos furánicos, que no están obligados por la normativa a reflejarse en las etiquetas, y que pueden tener un impacto dañino a largo plazo en nuestra salud. Pero a pesar de que aún no hay datos concluyentes, en los tiempos que vendrán tras esta pandemia que ha sacudido al mundo, la doctora Del Castillo cree que persiste “un interés global en alimentos que vayan a fortalecer la inmunidad, ricos en proteínas, fibras, prebióticos, probióticos, vitaminas y minerales frente a los rebrotes, puesto que la crisis no se ha acabado: todo lo que se supone que va a garantizar una nutrición óptima para enfrentarte a patologías y mejorar tu sistema inmunitario”. Aunque los alimentos procesados son más baratos y pese a las dificultades económicas acuciantes, “en muchos jóvenes se observa una preocupación por el trato que se le ha dado al animal, lo que sucedió antes de que llegara al plato”, según Del Castillo. “Eso explica el éxito de dietas veganas y vegetarianas”.
Mientras los interrogantes crecen en torno a la pandemia y a nuestra forma de vivir y alimentarnos en el futuro, la conclusión generalizada entre los expertos parece defender un viejo mantra: invertir en comida de calidad y en su elaboración es una manera de prevenir problemas de salud y evitar gastos sanitarios en el futuro.